LA VIGENCIA DE BECCARIA
Si el siglo de las
luces pudiera reducirse a una sola frase, bien valdría utilizar la máxima
kantiana de valorar al hombre como un fin en sí mismo y no como un medio. Las
revoluciones burguesas convirtieron al ser humano de un objeto de deberes a un
sujeto de derechos, de un medio fetiche del Estado a la materialidad que
orienta su actuar.
A pesar de lo anterior,
mucha sangre se ha derramado por el autoritarismo estatal y los postulados de algunos
de los clásicos –cercanos al fenómeno jurídico– han sido complementados. A Montesquieu
habría que decir que el poder público es uno y que está dividido en ramas, y
que el juez no es sólo la boca de la ley; a Rosseau que la voluntad general
tiene sus límites –en los derechos funamentales– por lo que no toda decisión
respaldada por una mayoría vale.
Sin embargo, uno de
ellos permanece vigente y es César Beccaria. En su clásico De los delitos y de las penas, que unos reconocen como una obra de
política criminal y otros como de filosofía del Derecho penal, señala que la
gravedad de las penas no es lo que previene a una persona de delinquir sino la
certeza de que será descubierto y sancionado. A partir de esto rechaza penas
crueles, desproporcionadas y también medios probatorios que persiguen no
descubrir la verdad sino torturar para obtener cualquier culpable.
Esta semana el General
Palomino –Director de la Policía Nacional– a raíz de la execrable masacre de
cuatro niños motivada por una disputa alrededor de unas manotadas de tierra,
planteó la posibilidad de establecer la pena de muerte como sanción para los
autores de delitos “atroces”. También se hizo público un video de la retoma del
palacio de justicia de 1985 en donde se ve con vida a quien parece ser un
guerrillero del M-19 que poco después apareció muerto, como una baja en
combate.
Estas dos
desafortunadas conductas demuestran que aún en las fuerzas armadas y en la
sociedad colombiana hay una creencia de que el Estado pude disponer de las
vidas de las personas como si fuera su dueño. De nuevo el ser humano sería
objetivizado como un instrumento al servicio del Estado.
Nadie se ha planteado
si la contención de la delincuencia no es efectiva por la percepción de que las
autoridades públicas no actúan, de que no se será descubierto y que el delito
quedará impune (el caso del delincuente político el peligro de la pena se asume
y acepta con gallardía).
Antes esas posturas
policiales de desprecio a la vida bien cabe plantearse: ¿hemos dado un paso desde
Beccaria?
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