domingo, septiembre 11, 2016

Mi 9/11 de 2001

Ciertos eventos de mi vida puedo recordarlos con inusitados detalles. Lo que pasó el 09 de septiembre de 2001 es uno de ellos. Tengo presente que esa fecha fue un martes, a razón que era un día en donde tenía rotación de taller. Eso es fácil de recordar para mí porque por una extraña razón durante los seis años que estudié en el tecnológico siempre tuve taller el día martes.

Para esa época yo estaba viendo la rotación de fundición. No tengo presente el nombre de mi profesor, pero era alto, de tez blanca, ojos claros y tenía algún problema en la espalda que lo incapacitó ese día. No tener clase en el tecnológico era una oportunidad para jugar fútbol, pero también un problema para las directivas.

Por esto “lobomen” decidió  enviarnos a nuestras casas. Recuerdo que nos pidió dos tintos y una lista con los nombres de los 21 estudiantes que no teníamos clase (6-4, mi salón, tenía 42, pero para ver los talleres se dividía en dos grupos). La vaca para el tinto exigió aportes de 50 pesos por estudiante; y al llenar la lista decidimos que nuestros nombres debían acompañarse con cuatro apellidos: sí los dos que aparecían en nuestras listas junto con los de nuestros abuelos y abuelas maternas. El caso es que a “lobomen” no le dio mucha gracia, pero aún ese papel le sirvió para mandarlo a la portería a fin de permitir nuestro egreso.

Tal vez muchos se fueron a jugar en las numerosas salas de maquinitas que en ese entonces existían en el Barrio La Universidad. Decidí irme de una vez para mi casa. Durante el recorrido no escuché por la radio del bus alguna noticia sobre lo que pasaba en Nueva York.


En mi mente está muy bien grabada la imagen que vi desde la sala del segundo piso de la casa de mi abuela hacia su televisor ubicado sobre la cómoda: eran las torres gemelas en llamas. En ese momento, las historias de todos nosotros se unieron.

jueves, septiembre 08, 2016

VOTE SÍ EN EL PLEBISCITO Y EMPODÉRESE FRENTE A LAS FARC

Muy dentro de mí existe un miedo que los Acuerdos de La Habana no conduzcan a la paz. Es un sentimiento bien fundado: no encuentro elementos que indiquen que aquella decisión tomada por la oligarquía colombiana a finales de los años ochenta de terminar el conflicto armado a través de la violencia haya cambiado. El genocidio de la Unión Patriótica y las masacres de campesinos durante finales de los años noventa y los gobiernos de Álvaro Uribe son claros ejemplos de que, como dijo el profesor Laureano Gómez Serrano, las élites colombianas prefieren anegar de sangre al país antes de ceder un ápice de sus privilegios.

La actuación del Estado, por decirlo así, ha sido guiada por una mano negra que inclusive ha subvertido el orden jurídico para eliminar, por cualquier medio, no sólo la oposición armada sino la protesta social. Sus consecuencias se observan en el deseo de no votar a favor de la refrendación popular de los Acuerdos de La Habana en el plebiscito del próximo 02 de octubre de 2016. Combatir a las FARC hasta su eliminación física, o seguir en la lucha armada regular hasta doblar la voluntad de sus miembros a fin de llevarlos a pactar condiciones menos favorables para ellos, son propuestas que rondan en el debate público.

Una respuesta a estas “alternativas” de solución del conflicto armado se ha enfocado en el alto costo de vidas humanas que ellas implican. La guerra en Colombia no sólo cobra la vida de los jóvenes combatientes –regulares e irregulares– extractados de la población pobre del país, sino también se ha ensañado en contra de la población, que sin estar inmersa en las acciones bélicas ha sufrido con rigor sus efectos. Leonard Rentería es el vivo ejemplo que la población civil que ha puesto la mayoría de muertos en esta guerra, está a favor del plebiscito.

En este escenario, empero tampoco son extraños que sectores no pertenecientes a la oligarquía estén de acuerdo con continuar la guerra, e irán a votar por el No en el plebiscito. Luego de un conflicto armado tan cruento y largo como el colombiano, se acumula odio, resentimiento y rechazo por los subversivos, debido a lo execrable de sus conductas a lo largo de décadas del conflicto.

Difícilmente pueda persuadirse a quienes avivan la mano negra que la paz es una mejor solución que la guerra, pero ¿cómo convencer al colombiano de a pie que está dispuesto a votar por el no de lo contrario?

Necesariamente debe reconocerse que los miembros de las FARC en términos militares son formidables adversarios, y tienen la capacidad de producir tanto o más daño que el que se les puede infringir. El Estado colombiano de la mano de Álvaro Uribe le dio grandes golpes a la insurgencia colombiana, pero en punto de verdad no los suficientes para eliminarla.

La supervivencia y persistencia son calidades probadas de la FARC. Ante este escenario, solo vale abrazar la democracia como medio para desarmar a las FARC y poder vencerlas, no en los campos de batalla, sino en las urnas electorales; no con combatientes ni muertos, sino con mejores ideas que conquisten votos.

A lo largo del siglo XX se le han puesto a la democracia varios adjetivos: versiones maximalistas le han impuesto objetivos sociales de disímiles ideológias; versiones deliberativas exigen más individuos racionales de los que realmente existen; la versión clásica de la representación aún oculta la mezquindad con la que actúan los elegidos, y nos hace creer que las mayorías toman las mejores decisiones [1]. Sin embargo, aún frente a estas frustraciones de teorías de la democracia, aún podemos creer que permite “evitar el derramamiento de sangre y la violencia para resolver nuestros conflictos”[2], esto es por medio de mecanismos que ofrecen “la solución periódica de la lucha del poder político sin derramamiento de sangre”[3].

Esta versión minimalista hunde sus fundamentos en Kelsen –¡Un saludo para los que despotrican de Kelsen sin conocerlo!–, quien reconoce que el valor que identifica a la democracia es la libertad, que se materializa para el individuo cuando acude a una votación, y que hace “que se reduzcan al mínimo los casos de aplastamiento de las minorías”[4]. Ya Rodolfo Arango destacaba el plus democrático de una postura relativista y abierta como la de Kelsen: al no tener “garantizado un acceso privilegiado a la verdad absoluta en ninguna materia, la única actitud razonable en lo político ante desacuerdo de opiniones y conflictos de interés es aquella que acepta la decisión de la mayoría e intenta, en caso de no compartir lo resuelto, cambiarla mediante el mismo procedimiento deliberativo”[5]

Las FARC se demoraron en convencerse de lo anterior, por lo que no hay que seguir ese mal ejemplo. Los Acuerdos de La Habana desarrollan otros valores adicionales, pero por sí sola la democracia justifica el desarme de la guerrilla y su participación en las votaciones. Así, cada ciudadano –y no solo los soldados– puede infringir un castigo a las FARC sin que corran ríos de sangre en el país. Así, Leonard Rentería no sólo podrá increpar a Álvaro Uribe sino también a Timoleón Jiménez.


Bibliografía
[1] FLÓREZ, José. Todo lo que la democracia no es y lo poco que sí. Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2015, pp. 82 a 124.

[2] PRZEWORSKI, Adam. Una defensa de la concepción minimalista de la democracia. En: Revista Mexicana de Sociología, 59, (03), 1997, p. 25

[3] FLÓREZ, José. Todo lo que la democracia no es y lo poco que sí. Op. Cit., p.169.

[4] KELSEN, Hans. Esencia y valor de la democracia. Coyoacán, México D.F., 2005, p. 25.

[5] ARANGO, Rodolfo. Esencia y valor de la democracia según Kelsen: la actualidad de un clásico de la filosofía política. En: Hans Kelsen 1881-1973, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2004, p. 84