Muy
dentro de mí existe un miedo que los Acuerdos de La Habana no conduzcan a la
paz. Es un sentimiento bien fundado: no encuentro elementos que indiquen que
aquella decisión tomada por la oligarquía colombiana a finales de los años
ochenta de terminar el conflicto armado a través de la violencia haya cambiado.
El genocidio de la Unión Patriótica y las masacres de campesinos durante
finales de los años noventa y los gobiernos de Álvaro Uribe son claros ejemplos
de que, como dijo el profesor Laureano Gómez Serrano, las élites colombianas
prefieren anegar de sangre al país antes de ceder un ápice de sus privilegios.
La
actuación del Estado, por decirlo así, ha sido guiada por una mano negra que
inclusive ha subvertido el orden jurídico para eliminar, por cualquier medio, no
sólo la oposición armada sino la protesta social. Sus consecuencias se observan
en el deseo de no votar a favor de la refrendación popular de los Acuerdos de
La Habana en el plebiscito del próximo 02 de octubre de 2016. Combatir a las
FARC hasta su eliminación física, o seguir en la lucha armada regular hasta
doblar la voluntad de sus miembros a fin de llevarlos a pactar condiciones menos
favorables para ellos, son propuestas que rondan en el debate público.
Una
respuesta a estas “alternativas” de solución del conflicto armado se ha
enfocado en el alto costo de vidas humanas que ellas implican. La guerra en
Colombia no sólo cobra la vida de los jóvenes combatientes –regulares e
irregulares– extractados de la población pobre del país, sino también se ha
ensañado en contra de la población, que sin estar inmersa en las acciones
bélicas ha sufrido con rigor sus efectos. Leonard Rentería es el vivo ejemplo que
la población civil que ha puesto la mayoría de muertos en esta guerra, está a
favor del plebiscito.
En
este escenario, empero tampoco son extraños que sectores no pertenecientes a la
oligarquía estén de acuerdo con continuar la guerra, e irán a votar por el No
en el plebiscito. Luego de un conflicto armado tan cruento y largo como el
colombiano, se acumula odio, resentimiento y rechazo por los subversivos,
debido a lo execrable de sus conductas a lo largo de décadas del conflicto.
Difícilmente
pueda persuadirse a quienes avivan la mano negra que la paz es una mejor solución
que la guerra, pero ¿cómo convencer al colombiano de a pie que está dispuesto a
votar por el no de lo contrario?
Necesariamente
debe reconocerse que los miembros de las FARC en términos militares son
formidables adversarios, y tienen la capacidad de producir tanto o más daño que
el que se les puede infringir. El Estado colombiano de la mano de Álvaro Uribe
le dio grandes golpes a la insurgencia colombiana, pero en punto de verdad no
los suficientes para eliminarla.
La
supervivencia y persistencia son calidades probadas de la FARC. Ante este
escenario, solo vale abrazar la democracia como medio para desarmar a las FARC
y poder vencerlas, no en los campos de batalla, sino en las urnas electorales;
no con combatientes ni muertos, sino con mejores ideas que conquisten votos.
A
lo largo del siglo XX se le han puesto a la democracia varios adjetivos:
versiones maximalistas le han impuesto objetivos sociales de disímiles ideológias;
versiones deliberativas exigen más individuos racionales de los que realmente
existen; la versión clásica de la representación aún oculta la mezquindad con
la que actúan los elegidos, y nos hace creer que las mayorías toman las mejores
decisiones [1]. Sin embargo, aún frente a estas frustraciones de teorías de la democracia,
aún podemos creer que permite “evitar el derramamiento de sangre y la violencia
para resolver nuestros conflictos”[2], esto es por medio de mecanismos que
ofrecen “la solución periódica de la lucha del poder político sin derramamiento
de sangre”[3].
Esta
versión minimalista hunde sus fundamentos en Kelsen –¡Un saludo para los que despotrican
de Kelsen sin conocerlo!–, quien reconoce que el valor que identifica a la
democracia es la libertad, que se materializa para el individuo cuando acude a
una votación, y que hace “que se reduzcan al mínimo los casos de aplastamiento
de las minorías”[4]. Ya Rodolfo Arango destacaba el plus democrático de una
postura relativista y abierta como la de Kelsen: al no tener “garantizado un
acceso privilegiado a la verdad absoluta en ninguna materia, la única actitud
razonable en lo político ante desacuerdo de opiniones y conflictos de interés
es aquella que acepta la decisión de la mayoría e intenta, en caso de no
compartir lo resuelto, cambiarla mediante el mismo procedimiento deliberativo”[5]
Las
FARC se demoraron en convencerse de lo anterior, por lo que no hay que seguir
ese mal ejemplo. Los Acuerdos de La Habana desarrollan otros valores adicionales,
pero por sí sola la democracia justifica el desarme de la guerrilla y su
participación en las votaciones. Así, cada ciudadano –y no solo los soldados– puede
infringir un castigo a las FARC sin que corran ríos de sangre en el país. Así, Leonard
Rentería no sólo podrá increpar a Álvaro Uribe sino también a Timoleón Jiménez.
Bibliografía
[1] FLÓREZ, José.
Todo lo que la democracia no es y lo poco que sí. Universidad Externado de
Colombia, Bogotá, 2015, pp. 82 a 124.
[2] PRZEWORSKI,
Adam. Una defensa de la concepción minimalista de la democracia. En: Revista Mexicana de Sociología, 59, (03),
1997, p. 25
[3] FLÓREZ, José.
Todo lo que la democracia no es y lo poco que sí. Op. Cit., p.169.
[4] KELSEN, Hans.
Esencia y valor de la democracia. Coyoacán, México D.F., 2005, p. 25.
[5] ARANGO, Rodolfo. Esencia
y valor de la democracia según Kelsen: la actualidad de un clásico de la
filosofía política. En: Hans Kelsen 1881-1973, Universidad Externado de
Colombia, Bogotá, 2004, p. 84